Fernando González y Tamara Perelmuter
19 de enero de 2015
Diario Página/12, Buenos Aires
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“Un modelo insostenible”
Los agronegocios son hoy nuestra agricultura hegemónica. Son una de las herencias más fuertes del neoliberalismo y se han visto legitimados por los 10 años de gestión kirchnerista. Este modelo agroalimentario potencia los aspectos netamente extractivos de la actividad agrícola. Hace uso en grandes cantidades de recursos como el agua (incluso en zonas con déficit hídrico), que en grandes cantidades se exporta con las commodities producidas (lo que los científicos llaman “agua virtual”). Lo mismo sucede con la tierra fértil, la biodiversidad y otros recursos que no son ilimitados y no todos son renovables. Estas “externalidades” engruesan la deuda ecológica del Norte con el resto del mundo.
A la hora de dar impulso a este modelo tampoco se contabiliza el uso que hace de los hidrocarburos. Fuertemente dependiente del petróleo, el modelo de los agronegocios cada vez es más caro en términos de insumos (fertilizantes, pesticidas, maquinarias de gran porte) y de traslados. Tampoco se tiene en cuenta su incidencia significativa en el medio ambiente (inundaciones, afectaciones a la salud). Costos que son asumidos socialmente, o sea, más “externalidades”.
Más allá de algunas políticas impulsadas para la agricultura familiar, durante los años de gestión del kirchnerismo se continuó con los lineamientos generales de este modelo. La diferencia es que (devaluación mediante) el agro volvió a ser una actividad sustancial para la economía argentina, proveedora de divisas y por ende productora de commodities. Esto es notorio en el Plan Estratégico Agroalimentario, que busca incrementar aún más la producción para exportación.
A casi 20 años de imposición de este modelo, los datos hablan por sí solos: cerca de 60 por ciento de la superficie cultivada del país es soja, y más de 90 por ciento de su producción se exporta; más del 50 de esa producción es controlada por el 3 por ciento del total de productores; desaparecieron un tercio de los pequeños productores; el uso de agrotóxicos se incrementó en un 1190 por ciento con respecto a 1996, generando procesos de contaminación; los desmontes avanzan a pesar de la sanción de la Ley de Bosques; los desalojos y otras situaciones de violencia no cesan, como muestra el asesinato de Cristian Ferreyra y Miguel Galván, entre otros.
Para que los sectores dominantes de este modelo agrícola sigan elevando su rentabilidad, requieren de la modificación de ciertas normativas. Por ello, la presión para modificar la Ley de Semillas y Creaciones Fitogenética Nº 20.247 que tomó un nuevo impulso en 2012; y la de Fitosanitarios (agrotóxicos), como ya lo ha expresado la Asociación de Cámaras de Tecnología Agropecuaria (ACTA) a fines de 2014.
La Ley de Semillas actual, que data de 1973, legisla sobre toda la producción, certificación y comercialización de semillas (no sólo las transgénicas), y establece una forma de propiedad intelectual sobre variedades vegetales denominada Derechos de Obtentor. La ley vigente reconoce que no lesiona ese derecho quien reserva y siembra semilla para su propio uso. La reforma lo que intenta es restringir cada vez más esa posibilidad, al tiempo que busca incrementar sanciones, otorgando a las empresas el poder de policía para controlar y fiscalizar los campos en el caso de que se presuma que la ley no se cumple.
La ley de agrotóxicos flexibilizaría las reglamentaciones de control de esos productos. Se eliminaría la posibilidad de “cancelación de un registro otorgado o la reclasificación de un producto” ante evidencia científica sobre efectos adversos y nocivos sobre la salud, desconociendo el “principio precautorio” establecido en la Ley General de Ambiente.
El modelo en los términos planteados se ha vuelto insostenible. La convivencia entre los agronegocios y otras formas de hacer agricultura no es la salida, ya que sólo llevan a la subordinación de esas agriculturas por los esquemas de producción y comercialización dominantes. Es urgente y necesario avanzar en políticas de transición hacia otro modelo agroalimentario, que vuelva a poner el eje en la producción de alimentos sanos y culturalmente apropiados; y en el cuidado de la biodiversidad y el resto de los recursos naturales, que son antes que nada bienes comunes.